Tengo Que Seguir Buscando


Tengo Que Seguir Buscando

Publicado originalmente el 10 de Diciembre de 2019

Por William Padrón I @williampadron


La mezcla de ansiedad y expectativa por la llegada de un primer hijo conduce hacia un espacio de reflexiones previas. Todos dicen lo mismo cuando les toca. Me tomó casi 40 años, digo casi porque no los he cumplido, faltan trece días para eso. La mayoría de mis amigos empezaron ya entrado los 30 y algunos hasta en la segunda mitad de sus veinte. Al final nunca hay un buen momento para ser padre como te hacen saber. Lo asumes y ya.

Cuando nací se estaba lanzando el álbum Station to Station de David Bowie, quizás una metáfora de lo que han sido mis años de búsqueda. La religión ha estado en mi constante husmear de doctrinas. El catolicismo como imposición familiar llegó primero. Fui monagillo y di clases de catecismo porque me gustaba una compañera. No hay que negar que fue un motivo válido en ese entonces. Pensé en un momento hasta en ser sacerdote.

“¡Bowie ha muerto!” La frase retumba en mi cabeza. Me acabo de enterar por las noticias mientras conduzco al hospital con mi esposa. Se adelantó el parto. Mi tensión aumenta por la ráfaga de información. Hay que mantener el control, así nos indicaron en las clases de prenatal. Puedo trabajar en condiciones de extrema presión pero no sé controlar mi sistema cerebral cuando me golpean los sentimientos.

Estuvimos buscando un bebé, a pesar de que el médico dijera que no iba a ser posible, luego de un examen de espermiograma en el que no salí muy bien. La tristeza me llevó a pedirle ayuda a Dios. Es parte de mis momentos de cristiandad y evangelismo descubierto en la adolescencia, gracias a la envidiable cofradía de hermosas féminas que se congregaban en nuestra iglesia. Algunas fueron misses años después. La belleza se concentra al rededor del señor y sus fieles:“¿En qué estaré creyendo y quién me conectará con el amor?”, solía repetirme por esos días.

Conocí a mi esposa durante unas sesiones de budismo que fui por curiosidad. Ella fue intimidante, estaba a la defensiva, como quien olfatea a un individuo que le gusta flirtear en situaciones donde el corazón se abre a la palabra. Algunas salidas posteriores me dijo que no le interesaba tener hijos. No me cayó bien el comentario y no tenía ganas de entablar esa conversación en tan pocas salidas y menos recién iniciando un romance tan intenso.

Respiro profundo, por la nariz, como en las clases de Yoga. ¡Voy a ser papá! ¿Quién lo diría? También sé que la situación es peligrosa, se aloja la advertencia del médico cuando lo llamé para avisarle que vamos en camino. Estos meses de embarazo han sido contra corriente. Exámenes, consultas, miedos. Aún así continuamos, asumiendo la responsabilidad del último momento. Quisimos desafiar al tiempo y las razones médicas.

La veo agotada, el miedo la desgasta, como si quisiera rendirse, con esa mirada de que intenta ocultarme algo. La conozco. Por alguna razón sé descifrar sus gestos. Le abrazo sin decir ninguna palabra. La beso en la frente. Entro en pánico, devastado, sin esperanzas. Me concentro en ella, en su salud. Llegamos al hospital. El médico me recibe con el estoicismo de su profesión y la sobriedad que la ciencia le adjudica a la mayoría de los galenos.

⎯ ¿Preparado para lo que sea?, ⎯ me dice.

El tiempo se detiene en mi cabeza. No tengo la fortaleza para entrar al quirófano. Me dejan ahí parado. Enfermeras salen y entran. Otra vez respiro profundo. Intento meditar pero en mi cabeza hay ruidos, imágenes que parecen premoniciones mal argumentadas por la crisis del miedo. ¡Bowie ha muerto! Ni siquiera tengo el chance de rendirle algún tributo, no puedo escuchar alguna de sus canciones. Me vienen muchas a la mente.

En mi cabeza se asoma un verso del libro de Lucas en el Nuevo Testamento: “Cuando el primer niño que nace es un varón, hay que dedicárselo a Dios”. Apago el celular y comienzo a orar, junto con el nudo en mi garganta, el corazón acelerado y temblando. Doy vueltas alrededor de la incómoda silla de espera, visualizo luces de colores: blanco, amarilla, violeta. Un ejercicio de concentración para pintar los matices de sensaciones.

Veo por una ventanilla al doctor. Levanta sus pestañas y hombros con rostro constipado. Acelera su paso hacia otro cuarto. La enfermera que lo sigue se devuelve y me invita a pasar. Esta vez accedo. Es mi deber acompañar a mi esposa. Sin cámaras, no quiero participar en esa innecesaria costumbre de registrar un ensangrentado parto. Me parece masoquista hacerlo en víspera de la pérdida un hijo. Prefiero ser el soporte a partir de la decepción venidera.

Hay una frialdad en esos espacios, no solo por el hecho de que el aire acondicionado está elevado, sino que todos ahí parecen obreros concentrados en su labor. No quiero incomodar. Me piden que le de la vuelta a la camilla para ubicarme del lado derecho de la cabeza de mi esposa.

⎯ Es una situación muy delicada. Su mujer ya lo sabe, ⎯ me recibe el médico.

La miro con incertidumbre. Ella está calmada aunque puedo notar que su alma está devastada.

⎯ ¿Alguna canción en particular? ⎯ me preguntan con naturalidad.

Pensaba que era una exageración eso de que los médicos colocan música en el quirófano. Esas cosas que inventa la televisión como aquella serie Nip / Tuck que veía en su momento.

⎯ De hecho “Station to Station” me parece bien ⎯ le sugiero a la enfermera.

⎯ ¡Una decisión acertada en honor al Duque Blanco! ⎯ nos dice el médico en plan de complicidad.

Beso a mi esposa en la frente. Me mira con la serenidad del día a día. No pronuncia ninguna palabra pero me deja claro que necesita que me concentre y esté ahí para ella. Me aprieta la mano. Hay un olor a quemado que me aterroriza, es normal en las cesáreas. Comienzo a crearme súper poderes mentales y quiero convertirme en una roca. Todos “corren” a su ritmo en la sala de partos. Veo sangre, una pinza gigante que manipulan con destreza.

⎯ Ahí está la cabeza, ⎯ dice el doctor, mientras yo observo atónito.

Empiezan a empujar. Veo una considerable cantidad de cabellos negros de una diminuta cabeza que me impresiona. Sacan el pequeño cuerpecito. No emite ningún sonido. Lo alzan. Lo primero que ve, si es que algo ve es a mi, su padre. No hay llantos. No veo las nalgadas. Me paralizo. Se me queda guardado esa mirada de segundos.

⎯ Corten rápido, ⎯ se oye una de las voces que ahí asistía.

La fragilidad del cuerpecito da un suspiro, como que pelea, llora en fade in e inmediatamente lo agarran las enfermeras hacia una esquina. Murmuran medidas. Inmovilizado no pierdo la mirada hacia esa borde. Los llantos aumentan. Mi esposa y yo nos vemos la cara, ambos con lágrimas.

⎯ ¡Ha nacido David! El peligro pasó, los felicito, ⎯ indica el médico con un sonrisa serena en su rostro.

Esa vorágine de sentimientos que me acompañaban se desató en el trayecto. El nudo de la garganta se va desatando, ahora es un llanto de felicidad. “¡Ha nacido David!” pienso otra vez.

⎯ ¿Por qué se llama David?, ⎯ me pregunta la enfermera

⎯ Significa “el amado” o “el elegido de Dios” en hebreo, le respondo con firmeza, avanzando entre pasillos friolentos.

No sé por qué no le dije que fue en honor a Bowie, quien acaba de morir. Al fin de cuentas, otra vida comenzaba. ¡Nació David! No hay que dejar de buscar con fe: “¡Acá estamos, un momento mágico, así son las cosas desde donde se tejen los sueños!”, suena acertada para el momento.


Escucha el disco Station To Station de David Bowie

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